Han pasado casi siete días. Hoy he explotado, si llego a quedarme un día más igual no lo cuento. Vuelvo a Sevilla y se me hace raro usar la palabra volver. Casi siempre que hablo de mis tránsitos entre Chipiona y Sevilla al primero le acompaña un “volver a” (volver a casa, volver con mis padres, volver al pueblo) y al segundo un “ir a” (ir a la universidad, ir al piso, ir a hacer cosas). Hoy sin embargo siento que vuelvo a Sevilla. Voy escuchando música y a pesar de que subo el volumen no consigo silenciar el traqueteo de maleta rodando por la acera mientras cruzo la calle Don Fadrique. Voy tirando de la maleta, no es ella la que tira de mí, voy lenta. Cuánto pesa. Cuánto pesan esos días en Chipiona. Mi cara también pesa y me cuesta mirar hacia arriba. Cuando estoy triste mi cara engorda. Creo que es debido al esfuerzo por intentar no llorar. La tristeza se acumula en el entrecejo, en los ojos y en la boca. Aprieto. Voy a contracorriente, todas las personas que me cruzo van a salir un viernes noche, tienen esa energía. Me cruzo a mi compañera de piso, que también va en dirección contraria. Sin bajarse de la bici me grita “hola, voy tarde, te quiero”. Son solo dos segundos en los que solo me da tiempo a levantar la mirada y decir hola antes de romper a llorar. Se me acaba el tiempo con ella, en poco se va dos meses a Perú y ya la hecho de menos. Lloro y pienso en que solo quiero soltar la maleta y contarle cuánto me pesa, pero se tiene que ir a trabajar. Últimamente nunca coincidimos. Veo el portal y acelero. Entro en casa y por fin suelto la maleta. Pero sigo cansada, sigue pesando.
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